«Continuidad de los parques»: ejercicio de reescritura y síntesis

Julio Cortázar escribiéndo a máquina
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A continuación propongo un ejercicio de escritura creativa con base en un texto de Julio Cortázar (1914-1984). Se trata de un ejercicio estilístico que realicé durante el máster que cursé en 2012 y consiste en sintetizar el texto original de Cortázar a la mitad reescribiéndolo sin perder su significado original. A decir verdad, logré sintetizarlo, aunque me dejé llevar un poco por le di rienda suelta a mi creatividad. El resultado es bastante curioso.

 

Continuidad de los parques

Julio Cortázar

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

FIN

Reescritura creativa y sintética

Jorge Lucas

Había empezado a leer una novela unos días antes interrumpida por vicisitudes varias como una discusión con el mayordomo sobre asuntos de convenios. Volvió a su lectura en su sillón –de terciopelo verde, su favorito– en el estudio que miraba hacia el parque de los robles y leyó los últimos capítulos. La ilusión novelesca deshilvanaba el manto de terciopelo según convenía; las imágenes latían hasta la cabaña del monte donde la mujer hacía palpitar a su amante arisco lleno de besos. Cómplices del robo mutuo de sus corazones, cómplices de calentar el puñal sediento, de planear ir a la fuente hemoglobínica a través de senderos furtivos. Empezaba a anochecer.

Se separaron en la puerta de la cabaña, no sin echar él una última mirada órfica a la mujer que debía seguir la senda que iba al norte. Corrió guareciéndose en los árboles y setos, hasta divisar, con permiso de la bruma, la alameda que llevaba a la casa. Llegó a la casa. Los perros, sor Repsol, silenciosos como el gas. Convenía la ausencia del mayordomo, y ausencia había. Subió los tres peldaños del porche y entró. Palabras de mujer llegaban a sus oídos que se parecían cada vez más a instrumentos de precisión. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón y con uno que yo me sé a punto de saciar su sed. Los robles del parque asomaban a los ventanales, el terciopelo verde acariciaba la cabeza del hombre que leía una novela.

FIN

Referencias bibliográficas

 

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