El estilo del traductor: no somos tan invisibles

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Tienes estilo, aunque leas poco y apenas te gusten las obras literarias. Tienes estilo, aunque solo leas el periódico de vez en cuando, escribas emails y mensajes en las redes sociales, o cartas a tu compañía eléctrica o a tu amante. Tienes estilo cada vez que utilizas un es decir en lugar de o sea; o grosso modo en lugar de a grandes rasgos. Tú, ese, usted, aquellos, vosotras o yo tenemos una manera propia de hablar –o idiolecto–; y de escribir, el estilo. ¿Y los traductores? Pues… también. Todos.

Your Style: ¿Your Rules?

Hoy en día se nos bombardea a todas horas con el mensaje de sé tú mismo, persigue tus sueños, planta un árbol, demuestra quien eres… diferénciate o muere. Esto sirve de mucho en profesiones como publicista, marquetiniano, escritor o periodista de investigación. Pero la profesión de traductor –y de intérprete– son distintas en ese sentido: es un trabajo menos creativo que el de escritor o monologuista, se nos exige adecuarnos a las características del texto, registro, autor, audiencia, cliente o editorial.

Pero el mero hecho que no pueda traducir con la misma calidad que una persona el último grito en computadoras y robótica hace pensar que existe un componente creativo y necesario que sí que marca la diferencia, al fin y al cabo.

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La Olivetti Lettera 22, máquina de escribir predilecta de Julio Cortázar.

¿Cómo ser creativo dentro el corsé de significados del texto origen?

Pues, transmitiendo el significado mediante la interpretación de los signos tal y como los hemos comprendido (no existe la intención del autor, no la podemos conocer) y trasladándolo con nuestras palabras y giros propios de nuestro estilo en consonancia con el registro y la audiencia del texto meta.

Es decir, de la misma manera en la que adaptamos nuestro lenguaje cuando hablamos con un médico o con nuestros amigos de toda la vida: nuestras palabras siguen reflejando nuestra personalidad, y esta es reflejo de nuestras preferencias y todo lo que hemos leído, escuchado, etc. Lo que experimentamos nos transforma y nos configura; estamos en constante cambio, como diría el psicólogo Carl Rogers, pero seguimos conservando nuestra propia voz.

¿Pero no teníamos que ser invisibles?

El hombre invisible era invisible pero tenía presencia: es obvio que no podemos extralimitarnos, cambiar o añadir información que no aparece en el original (aunque a lo largo de la historia haya habido casos de traducciones muy libres), pero sí que tenemos que dejarnos llevar en nuestro idioma para sonar naturales y no detenernos en cada palabra. Es cuestión de elegancia, parsimonia: no desentonar, ser sencillo a la vez que dejamos huella en nuestros lectores.

El texto es el patrón del traje o vestido del autor/a, con los mismos colores y pensado para un determinado evento en un momento de la jornada, pero a la hora de la verdad, llevaremos, a través de nuestra escritura, puesta tal prenda, del mismo tipo y colores, totalmente a nuestra medida; y la llevaremos con nuestro porte y gracia personal y profesional.

Recapitulando, a mi modo de ver, prefiero la palabra elegancia a invisibilidad, porque no veo negativo que nuestro trabajo deje un buen sabor de boca. Somos, al fin y al cabo, coautores de las obras que traducimos. Si la gente sigue leyendo a sus novelistas favoritos traducidos es gracias a nuestra labor y saber hacer; y no a una mera traslación mecánica de palabras o signos lingüísticos.  

«El recuerdo es la presencia invisible».

–Victor Hugo

Referencias bibliográficas

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